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Cancha, tiro y lao XII

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Cancha, tiro y lao XII

Por Arturo Lavín. Envíe sus comentarios a  editor@caballoyodeo.cl

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En esto de las carreras, como son cosa tan revieja, es cosa de buscar y uno encuentra. Que no me acuerdo de repente de una entretenidísima novela acampá, que leí por allá por los comienzos de los sesenta, cuando estaba entrando a la Universidad. Claro... después la releí un par de veces más, pero... con el tiempo, ya los detalles se me habían olvidado. Así que la busqué y me la releí de nuevo. Se trata de "Don Judas Romero" de Miguel Ángel Padilla, publicada por Nascimento en 1963.

Con el mayor respeto a la memoria de un hombre tan acampao, voy a permitirme la osadía de escribir un par de artículos, prácticamente, extrayendo de las líneas de Don Miguel Ángel. No creo que se enoje. Es más, que los guasos actuales sepan de él, creo que habría sido de su agrado. Don Miguel Ángel murió en 1967, cuatro años después que su primera, y única, novela viera la luz.

Pero... ¿quién fue Miguel Ángel Padilla? Según creo, o alguna vez escuché, incluso fue diputado por Malleco. Para que tengan una idea voy a copiar parte de la presentación que se le hace en el mismo libro.

Si decimos en cualquier rincón sureño: "Ese que va ahí es Miguel Ángel Padilla", se apagan todas las voces y se estiran todas las miradas. Es como haber nombrado un ventarrón que empieza de súbito y ahí está, jugando, imprevisible, no sometido a otra ley que la de su propia fuerza. Así son los elementos desatados, y así son también los santos, los bandoleros, los hombres de personalidad poderosa que no obedecen sino a los propósitos de su corazón.

Dueño de haciendas, campesino desde la médula hasta la sombra, altivo con el soberbio, afable con el humilde, ama su tierra por sobre todas las cosas. Dicharachero, cordial, acogedor, no hay quién no lo conozca por los recovecos del sur, se enreden entre montañas o se allanen camino del mar. Es "todo un hombre", dicen; y esta expresión tan sencilla cuenta más que un laborioso discurso.

También ha sido militar. Tiene el paso de un jinete que ha dejado su caballo ante cada puerta. Así, galopando, ha corrido por nuestro suelo y andado por el mundo, llenando de aventuras su memoria.

Miguel Ángel Padilla se coloca, así de improviso, entre nuestros mejores escritores campesinos. Es hora de saludarle con perfecta amistad: ¡Salud, viejo!

Que bueno es tener una hermana periodista. Ella me buscó lo siguiente en el Diccionario de Literatura Chilena de Efraín Szmulewicz, (1977), sobre Miguel Ángel Padilla.

Padilla, Miguel Ángel (1905-1967): Amante de su tierra, campesino de alma, conocedor de rincones geográficos y psicológicos de sus compatriotas de aldeas y montaña. Miguel Ángel Padilla, con un solo libro, se ubicó entre los más recios prosistas del criollo rural. En el pórtico del volumen les dice a los "Hacendados, criadores, hijueleros, colonos, huasos arrieros, veraneadores, puesteros, baqueanos, cuidadores de haciendas, cuidadores de ganados, pastores, peones, chilenos y mapuches, contrabandistas, piñoneros, jinetes solitarios y... valijas" que el libro les pertenece por derecho propio. Más adelante menciona los nombres de muchos jinetes cordilleranos, a quienes rinde homenaje...

Obra: Don Judas Romero (novela, 1963)

¿Qué lindas palabras para un guaso que vivía y se sentía como tal! Pero entremos en materia?.

Marquitos Montiel, es el personaje central de la historia. Hijo del coronel Montiel, dueño de la hacienda Traipo a orillas del río Quepe. Allí fue enviado a respirar aire puro en su niñez. Al cuidado de una pariente venida a menos que fungía de institutriz. Quedó allí medio olvidado por años, hasta la pubertad. A pesar que no era parte de ellos, se integró a la población de la hacienda, de diez mil hectáreas, pegadita a los contrafuertes cordilleranos y a la vista, permanente e imponente, del volcán LLaima.

Vivía allí, apadrinado por dos personajes, el "Colorado Silva", chillanejo y ex sargento de caballería en la Guerra del Pacífico, lugarteniente del coronel Montiel, y Don Miguel Romero y Blanco, talquino de antiguos abolengos, al que las mujeres le habían hecho perder fortuna y respeto, según su propio decir. Éste Don Miguel era apodado por Silva, con quién tenía una cierta amistad, pero una soterrada rivalidad, "Don Judas" o Don "Matamala". Uno, Silva, era el Administrador, el otro, Don Miguel, el encargado de las crianzas de caballos.

El hecho es que, para abreviar la historia (Y para que ustedes lean el libro), Don Miguel consiguió que Marcos lo acompañara un verano en el arreo de las haciendas a las veranadas cordilleranas. Ahí, entre muchas historias, se produjo un desafío entre un caballo especial, que tenía Marcos, y otro de unos argentinos, vecinos de las veranadas.

Don Miguel, o Don Judas, era un truhán de siete suelas. No dejaba oportunidad que no aprovechaba, si en ello no ofendía directamente a alguno de sus estimados. Sobretodo si la ocasión le podía reportar alguna ganancia que le permitiera darse alguno de sus gustos. Adquirir aperos de lujo o salir a farrear con amigos y... buscando "amigas". Cuando se las ponía, era con todo. Ahora si, indirectamente podía existir alguna ofensa a sus estimados, eso era sólo indirectamente, pecado venial, como él decía.

Silva, y varios más, aseguraban que Don Judas había sido cura, y aunque variaban las versiones del porqué, el asunto es que, según se decía, había colgado la sotana. Según él mismo, había perdido la fortuna, que no era poca, y el respeto social, que era herencia muy antigua de su familia, talquina de pura cepa. Se vino al sur con su amigo coronel, cuando éste compró el lote de tierras fiscales, a instalar la mejor crianza de caballos, chilenos, y para el ejército, que iba a existir en Chile. Y también a esconderse lejos del ambiente que lo había visto derrumbarse. Se vino a hacer cosas que jamás había hecho ni pensaba hacer. A vivir como empleado, a trabajar todos los días. Pero... con caballos y eso le permitía seguir siendo un caballero... algo enflaquecido en abolengos, pero caballero... al fin.

Enfermo Silva, ese año le tocó dirigir la llevada de caballos, vacunos y lanares a las estancias cordilleranas del alto Bío-bío, entre las lagunas de Galletué e Icalma, a Don Miguel. A las veranadas. Ochenta leguas y ocho días de arreo demoraban en llegar y ahí se aposentaban hasta el otoño, desde noviembre a marzo. Le consiguió permiso a Doña Juanita para que Marcos fuera a "hacerse hombre" y, eso, hasta le significó hacerse jinete de carreras a la chilena... y carreras internacionales nada menos.

Marcos se había adueñado, por misericordia, de un caballo de noble sangre inglesa que nació con un defecto en las orejas, las tenía caídas. Por eso no se incorporó al Stud Book y quedó como rezago sin importancia. El "Orejas Gachas" era nombrado por todos, pero a escondidas de Marcos. El caballo era de noble sangre, hijo del importado "Saint Blair" y de "Sun Stroke", yegua que provenía de las caballerizas reales de Inglaterra. Bueno? lo cierto era que los mismos que hacían escarnio de él, llamándolo "Orejas Gachas" o el "Cordero", no podían dejar de reconocer que no había en toda la hacienda un caballo más rápido. Los fines de semana ganaba a cuanto rival le pusieran por delante. Eso sí, sólo lo montaban Marcos o su amigo Mañungo, nadie más.

"Mi caballo es mío y no lo voy a prestar para que lo corran los mismos sinvergüenzas que se ríen de sus orejas. Corran a pie, si quieren, y a mi no me frieguen, miéchica. Este caballo es mío, no es de la hacienda", les decía Marcos, cuando entusiasmados algunos opinaban que había que sacarlo a correr para afuera. Claro pensando en lo que podrían ganar corriendo un caballo sin facha ninguna de campeón. Pero su destino, aparentemente, era ser el regalón de Marcos y no caballo de carreras. Claro... siempre que no metiera su cola Don Judas Romero, entremedio.

Llegados y aposentados en las instalaciones cordilleranas, un día apareció un viejo, Don Delirio Marín, el que siempre venía a saludar a Silva. Como no estaba, le tocó recibirlo a Don Judas y aquí comenzó la historia de la gran carrera.

Le contó Don Delirio a Don Judas todos los pelambres que existían de cada puesto y de cada puestero. Después de su jarro de vino, del buen vino de Cauquenes (sic), que Don Miguel traía para su consumo personal, logró sonsacarle el verdadero objetivo de la visita. La verdad es que venía a tantear terreno, a ver si los traipinos habían traído algún caballo pellejero, o algún mestizo, con qué poder hacerle frente al desafío que habían lanzado los gauchos del otro lado. Los San Martín, los Alsinas y los Sorondos, vendrían a correr a las carreras de San Sebastián, en Lonquimay, el famoso caballo "Guanaco", propiedad del señor San Martín. Lo grave es que el desafío había sido hecho a cualquier caballo desde Angol a Valdivia. Esto descompuso a Don Miguel, lo tomó como afrenta personal y, por endoso, a la hacienda Traipo, desde el mismísimo coronel Montiel hasta el último mequetrefe que pudiera existir.

Lo primero que hizo Don Miguel, fue convencer a Marcos que él era parte en ésta afrenta venida desde allende Los Andes y que era una afrenta casi de carácter nacional. Así que nadie podía arrugar, menos el hijo del dueño de la hacienda Traipo, que, además, estaba ubicada justo en el medio del territorio desafiado.

"Es lo mismo que nos hayan pegado en los cachos Marquitos", trataba de convencerlo el viejo ante las dudas de Marcos, que barruntaba que algo no era o no estaba muy derecho. Por primero, lo nombró "capataz de la caballada", por sobre Mateo, Estanislao, Lorenzo y todos los caballistas de rango y prestigio en la hacienda. El porqué, según Don Miguel, era porque había consenso absoluto entre todos los "de a caballo" que no había mejor jinete, entre todos ellos, que Marcos, al que según, seguía inventando Don Judas, todos apodaban "manos brujas". Marcos pensó que Don Miguel se estaba volviendo loco, pero su ingenuidad juvenil no le permitía percibir que el viejo macuco había elucubrado una ambiciosa estratagema que le permitiría, aprovechando lo de otros y a otros, obtener pingues ganancias. Claro? si se daban las papas, los demás, toditos, iban a tocar también. Pecado venial no más, entonces.

Arturo Lavín Acevedo, Cauquenes del Maule, noviembre del 2007.

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