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Valerosa, la potranca que decidió vivir

Revisa la columna de Elizabeth Kassis para The Best Chile.
Autor: Por Elizabeth Kassis para @thebestchile

El viento de la mañana danzaba entre los eucaliptus que bordeaban el potrero. Desde mi puesto, observaba a Trinidad, una yegua que había criado con esmero durante años. Su linaje era excepcional, su estructura armoniosa, y su nobleza, insuperable. Durante meses estudié cada posible cruce, analicé líneas de sangre, revisé pedigrees y me incliné por un padrillo que, en mi corazón, sentí era el compañero perfecto para ella.

La espera fue larga, once meses de ansias, de cuidados, de velas nocturnas y de sueños tejidos en el aire. Con cada patadita en su vientre, la esperanza crecía. Hasta que llegó el día.

Las yeguas suelen parir de noche, por instinto, por esa memoria ancestral de ser presas. Pero Trinidad eligió hacerlo a plena luz del día. No por casualidad, sino porque en nuestro criadero, cada caballo es criado con amor y confianza, con la certeza de que estamos aquí para ellos.

El parto fue tan rápido como emocionante. Un último esfuerzo y el milagro ocurrió: una potranca perfecta, fuerte, brillante como la luz misma. La pequeña se sacudió, respiró hondo y buscó a su madre. Su instinto la llevó a la ubre, a su primer alimento, a ese calostro que es la base de la vida. Nuestra alegría era absoluta. Pero el destino tenía otros planes.

Trinidad tambaleó. Por un instante, pensé que solo estaba agotada, pero de pronto, sus patas cedieron y cayó pesadamente al suelo. Un escalofrío recorrió mi espalda. El equipo de petiseros y veterinarios reaccionó de inmediato, colocándole suero y medicamentos, tratando de estabilizarla. La yegua pareció responder y, con un esfuerzo inmenso, logró incorporarse. Respiramos aliviados. Pero solo fue un respiro efímero.

Minutos después, se desplomó de nuevo, esta vez con violentas convulsiones. La potranca, aún frágil y desorientada, la miraba sin comprender. El equipo la retiró de inmediato y la llevó a una pesebrera aparte. El vínculo materno se había roto de golpe, sin advertencias, sin preparación. No quiero imaginar el vacío que sintió esa pequeña alma.

Hicimos todo lo posible, luchamos con cada recurso, pero la hemorragia interna de Trinida era implacable. La vida se le escapó en nuestras manos. Me arrodillé junto a ella, sintiendo su último calor, abrazándola con un dolor que no puedo describir. Mis lágrimas se mezclaron con su crin mientras le susurraba mi promesa: “Cuidaré de tu hija, lo juro.”

La cubrí con una manta y, como en cada despedida, hice mi ritual. Corté un mechón de su cola. Ese será su testimonio, su recuerdo eterno en mi alma. Pero aún no había terminado mi labor. La potranca estaba sola, agitada, confundida.

Fui hasta la pesebrera donde yacía, temblorosa. Me recosté a su lado y puse mis manos sobre ella, transmitiéndole calor, energía, amor. Le hablé suavemente, le susurré su historia, le prometí que estaría bien. Sentí cómo su respiración se desaceleraba poco a poco, como si mi propia calma la envolviera.

Y entonces, sin previo aviso, se levantó de golpe. Nos miró con ojos vivos, chispeantes, llenos de fuego. Relinchó fuerte, saltó, nos desafió a no rendirnos. Fue su declaración de vida.

Nos reímos entre lágrimas, aliviados, emocionados, agradecidos. Valerosa acababa de elegir su destino.

Aquella noche, mientras la potranca bebía su leche con ansias, pensé en lo frágil y majestuosa que es la vida. En cómo, en un instante, podemos sentir la felicidad más plena y el dolor más profundo. Pero también en cómo, si abrimos el corazón, encontramos en cada pérdida un “nuevo comienzo”.

Trinidad se fue, pero su legado quedó en esta potranca valiente, en este ser que decidió vivir contra todo pronóstico. Y yo y mi equipo estaremos aquí para ella.

Esta es solo la primera página de su historia. Valerosa ha nacido, y con ella, una nueva esperanza.

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