El paseo que casi fue el apocalipsis (pero no)

Salimos a recorrer el campo en una tarde que parecía sacada de un cuadro costumbrista. De esos que cuelgan en los comedores antiguos, donde el cielo es de un azul profundo, la tierra huele a verano y los caballos trotan serenos entre espinos y sombras largas. Yo iba montada en uno de nuestros potros, aún en doma, pero tan manso y confiado como un caballo viejo. El administrador del criadero, que me acompañaba, montaba una yegua y llevaba las riendas de la conversación mientras avanzábamos entre potreros y cercos.
Montar un potro joven no debería ser una decisión ligera. Pero en nuestro criadero la mansedumbre no es negociable. Trabajamos desde la impronta temprana para formar animales seguros, atentos, funcionales. Un potro manso no solo hace que cada experiencia sea más agradable; también es una garantía de seguridad, tanto para el jinete como para el mismo caballo. Y ese día, una vez más, esa premisa se transformó en salvavidas.
Todo iba perfecto. La temperatura ideal, los colores del atardecer pintaban de cobre el horizonte, y la brisa era apenas suficiente para mover los flecos del apero. Hicimos una pausa frente a uno de los potreros más grandes, donde pastaban nuestras yeguas madres. El potro, muy bien portado, relinchaba con energía ante el estímulo, pero no perdía la compostura. Observaba, sentía, pero sin desbocarse ni un segundo. Era una escena de postal… hasta que llegaron los mosquitos.
Pequeños, insistentes, inofensivos pero tremendamente molestos. Revoloteaban alrededor de nosotros como si hubieran pagado entrada para el espectáculo. Mi potro comenzó a sacudir la cabeza en un intento de espantarlos, y yo, distraída, seguía conversando sobre las crías, haciendo análisis y cruzando datos con el administrador.
Hasta que lo vi. El bocado y la cabezada colgaban… ¡se habían soltado! No sé cómo describir lo que sentí en ese momento. Mi corazón se detuvo un segundo entero y luego volvió a latir desordenadamente como si quisiera salir galopando solo. En un instante, imaginé el apocalipsis: un potro joven, suelto, sin freno ni control, frente a un potrero lleno de yeguas… y mi compañero, montado en una de ellas, sin posibilidad de ayudar. Me lo imaginé saltando varas, corriendo desbocado, desatando el caos entre las madres… en fin, el fin del mundo versión campo.
Y claro, como ya hemos hablado en columnas anteriores, el caballo es un animal espejo. Mi potro sintió mi tensión y comenzó a caminar, primero lento, luego con un poco más de impulso. No estaba asustado, pero sí atento a mi energía. Entonces recordé lo básico: respirar. Volví a tomar el control de mi cuerpo, mi respiración, mi tono de voz. Lo acaricié, le hablé con firmeza y ternura. Sujeté las riendas por el cuello, justo donde termina la tuza, y lo calmé. Y funcionó. Se detuvo.
Mientras tanto, mi compañero, algo paralizado unos metros más atrás, me alentaba con voz preocupada pero sin saber muy bien qué hacer. Yo seguí hablándole a mi caballo. Le dije que me iba a bajar, que todo estaba bien. Lo sentí respirar conmigo, bajó la cabeza. Las yeguas nos miraban desde el potrero con sus grandes ojos curiosos, como si también esperaran ver cómo se resolvía la escena.
Desmonté con suavidad. Me acerqué a su cabeza, lo abracé, y con calma y precisión volví a colocar el bocado y la cabezada. Mi potro no se movió ni un centímetro. Monté de nuevo, y justo entonces llegó el administrador a mi lado. Ambos compartimos una mezcla de risa nerviosa, admiración y gratitud por ese potro que, a pesar de su juventud, demostró una templanza admirable.
Seguimos nuestro recorrido conversando sobre la importancia de criar caballos mansos, confiables, de buen carácter. Hablamos de cómo la impronta marca el alma de un caballo, y cómo esa herencia emocional y temperamental se transmite, generación tras generación. Me vino a la memoria un antiguo manual de crianza de caballos árabes, que leí hace muchos años, y que decía que un potro árabe debía ser tan dócil que pudiera ser montado por un niño de doce años.
De lo contrario, esos potros no podían reproducirse. Eran castrados o, en tiempos más duros, incluso sacrificados. Así de importante era —y sigue siendo para mí— el buen carácter en la crianza de un caballo, sin importar la raza.
Porque más allá de la belleza, los trofeos o las líneas de sangre, está lo esencial: el alma del caballo. Su nobleza, su disposición a confiar, su voluntad de acompañar. Y cuando uno tiene la suerte de criar animales así, cada paseo, incluso con mosquitos y sustos incluidos, se transforma en una confirmación de que vale la pena seguir apostando por la mansedumbre.
Criar caballos buenos es, en el fondo, una forma de criar confianza. Y esa, sin duda, es la mejor herencia que podemos dejar.
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